miércoles, 27 de enero de 2016

LA TRAGEDIA DE EDIPO

Con mucho placer, con la misma jovialidad con la que un niño lee sus cuentos, he releído ha poco la tragedia de Edipo. ¡Cuánto me divierte la tragedia de Edipo, cuánto me hace reír esa tragedia, cuánto me hacen reír las tragedias del teatro y de la vida! Pero, ¿se ha entendido qué es lo que origina la tragedia de Edipo, qué es lo que la detona? ¿Se ha visto, o mejor dicho, se ha querido ver qué subyace en esa tragedia? ¿Se ha querido entender cuál es el verdadero enigma de Edipo? ¡Enigma truculento que él, el indagador, el descubridor de enigmas, el que resolvió el enigma de la Esfinge, ni siquiera sospechaba!


¿Cuánto ha inspirado la tragedia de Edipo? ¿Cuánto ha confundido a los hombres la tragedia de Edipo? ¿Cuánto enigma hay en el deseo de matar al padre? ¿Cuánto, en el de copular con la madre? ¿Cuánto se ha disparatado, cuánto se ha parloteado sobre la tragedia de Edipo? Ni siquiera se ha sabido cuándo surge ese deseo interno, ese deseo latente de matar al padre, ni tampoco por qué. Un medicucho austríaco sostiene que la tragedia de Edipo, el deseo de matar al padre, surge desde la más tierna infancia. ¡Eso es falso hasta la náusea! ¡Para el niño, el padre es un dios! En cambio, para el adolescente, el padre es un tirano que lo condenó a muerte...

En efecto, la tragedia de Edipo surge en la pubertad, es el adolescente el que al enterarse de que va a morir, de que está sentenciado a muerte, y de que la sentencia fue dictada por los padres, es ese adolescente el que engendra el odio hacia los padres, el deseo de matarlos, de vengarse... Así es, el adolescente engendra esa venganza contra el padre para vengarse, pues el padre lo condenó a muerte al darle la vida (según los estoicos, nacer es empezar a morir). Así pues, lo que realmente se esconde detrás de esa venganza contra el padre, lo que realmente subyace debajo de ese deseo de matar al padre, es la hostilidad contra la vida. Una hostilidad que se manifiesta en la pubertad, precisamente su síntoma más grave, su síntoma más siniestro, más virulento, es el deseo de matar al padre. Esto, y no otra cosa, es la tragedia de Edipo.

Edipo mata a su padre porque odia haber nacido, Edipo mata a su padre porque este lo condenó a muerte. Edipo mata a su padre para vengarse de quien le dio el ser mortal, de quien lo engendró para morir. Edipo detesta la cópula que lo engendra, justo por ello se escandaliza cuando se entera de que ha yacido con su madre. Edipo se aterroriza de haber sembrado en la tierra en la que el padre labró para procrearlo, Edipo detesta la tierra de la que brotó, de la que fue cosechado, recolectado, a fin de servir como alimento mortuorio para los gusanos. Justo por ello se arranca los ojos cuando se entera de que él también ha labrado esa misma tierra. La tragedia de Edipo no es matar al padre, al que mata accidentalmente, la tragedia de Edipo no es copular con la madre, con la que copula sin saberlo, la tragedia de Edipo es su sed de venganza latente contra el padre, su hostilidad reprimida contra la vida. 

La tragedia de Edipo surge, pues, en la pubertad, es hija de la conciencia, pero es un engendro repugnante, nauseabundo, por lo que la conciencia tiene que reprimir ese odio adolescente contra los padres. Lo que se llama “madurar” no es sino la represión de la conciencia contra el odio hacia la propia vida. Un odio que nunca desaparece, que continúa reprimido toda la vida. La conciencia, una vez fortalecida, es capaz de reprimir ese odio, aun cuando la propia conciencia no tiene conciencia de qué es lo que reprime, en realidad, la conciencia sólo sabe que debe reprimir eso que genera al odio hacia los padres, la tragedia de Edipo, pues es demasiado horrendo. ¡Esa conciencia no tiene conciencia de nada, ni siquiera del monstruo apocalíptico que engendra por miedo a la muerte!... El peor enemigo de Edipo está dentro de sí mismo, el peor enemigo del hombre está dentro de cada uno: es la hostilidad contra la propia vida… El hombre es un lobo para el hombre, a fin de no ser un lobo –para sí mismo

domingo, 17 de enero de 2016

¿POR QUÉ SE PERDIÓ EL PARAÍSO?

¿Qué es el Paraíso? ¿Por qué se perdió? El Paraíso del Génesis es una analogía, una metáfora de la infancia. Por eso está al principio de la humanidad, porque simboliza el principio del hombre que es la infancia. Muchas son las culturas que colocan una edad de oro, una época paradisíaca, una Arcadia, al principio de los tiempos, justo porque esa época áurea es una metáfora de la infancia. La realidad duele mucho, por ello, para soportarla, para atenuarla, para disfrazar lo que es tabú, se recurre a la metáfora. De tal guisa, por medio de la metáfora podemos dulcificar a la realidad, aun cuando la tergiversemos, la simplifiquemos hasta lo absurdo. La pérdida del Paraíso está contada como una analogía –¿y nadie se pregunta por qué?– por ello la trasladamos al principio de los tiempos, como una fábula que ocurrió hace miles de años, que les ocurrió a otras personas, a los primeros padres, quienes fueron los únicos que gozaron de los dones paradisíacos, divinos. Esto es un embuste, una huida cobarde de la realidad, y justo lo que hace falta es hundirse en la realidad para conocerla.

La fábula remota de la pérdida del Paraíso atenúa esta realidad que es tan dolorosa: esa pérdida no acaeció hace miles de años, en algún lugar remoto, esta pérdida ocurre todos los días, ocurre aquí y allá, ocurre en todos los lugares, ocurre todos los días, pues esa pérdida del Paraíso es dejar de ser niños, esa pérdida del Paraíso es la conciencia. Pero este hecho duele demasiado, por lo tanto hay que apartarlo, hay que alejarlo lo más posible, como una fábula de tiempos inmemoriales; pues duele pensar que esa pérdida ocurrió hace unos pocos años, nos ocurrió a nosotros, me ocurrió a ... Nosotros también gozamos de las delicias del jardín del Edén, nosotros también perdimos el Paraíso, a causa de la conciencia...

Pero, a pesar de que duele, debemos analizar esa pérdida del Paraíso como está referida en esa fábula de Adán y Eva. Debemos analizar esa analogía a pesar de que precisamente por ser una analogía, una metáfora, no refleja fielmente a la realidad, pues a menudo las analogías tergiversan la realidad; no obstante ello, lo primero en que debemos reparar es en cómo vivían los primeros padres, los que sí vivieron en el Paraíso terrenal –¿quién sabe, quizás podamos recuperar el Paraíso? Pero la Torá nos dice muy poco sobre cómo vivían los primeros padres, sin embargo, una de las cosas que sí menciona es que ni Adán ni Eva tenían vergüenza, a pesar de que estaban desnudos. ¿Por qué no tenían vergüenza de su desnudez? ¿Acaso porque eran tan inocentes –como los niños?

Además, la Torá nos dice que Adán y Eva no conocían el Bien y el Mal, es decir, que no eran moralistas. He aquí otro punto crucial que podemos conocer de los primeros padres que vivían en el Paraíso: eran inmoralistas, y justo porque eran inmoralistas vivían en el Paraíso. ¿Y acaso los niños no son inmoralistas? ¡Benditas sean por siempre esas pequeñas almas, traviesas, juguetonas, que jamás moralizan! Asimismo, sabemos de Adán y Eva que no sabían qué era la muerte, que desconocían el concepto de la muerte, que la muerte era algo tan vago, tan indefinido, que no tenían ese miedo intelectual que sí tienen todos los hombres. ¿Justo por ello, Adán y Eva vivían en el Paraíso? ¿Y acaso los niños saben lo que es la muerte? ¿Acaso los niños tienen esa angustia intelectual del hombre hacia la muerte? ¿Acaso los niños viven en el Paraíso porque no tienen conciencia de la mortalidad?

No ha lugar a dudas: el Paraíso es una metáfora de la niñez, tal y como está referida en la Torá, y en todas las civilizaciones que han inventado fábulas sobre una época dorada, sobre una arcadia, un lugar fantástico, bucólico. Et in Arcadia ego!, exclamaban los griegos, asegurando que ellos sí habían estado alguna vez en el Paraíso terrenal... ¡Cómo! ¿No se perdió el Paraíso terrenal hace miles de años? Quizás no se ha perdido nunca, quizás..


Kant se equivocaba: no es la muerte lo que impide la felicidad del hombre, sino el miedo a la muerte, y justo la conciencia se alimenta del temor de perecer. La conciencia es la causa de todas las desdichas humanas, la conciencia es la fuente de la que brotan todas las desgracias terrenales, la causa de la pérdida del Paraíso. La conciencia mata a la afirmación de la vida, la conciencia aniquila al santo decirle sí a la vida, la conciencia engendra el odio hacia la vida. Por ello, no tengo ningún reparo en afirmar que la conciencia moralista es la antítesis –del Evangelio...

domingo, 3 de enero de 2016

LA CONCIENCIA ES EL ORIGEN DEL NIHILISMO

Sí, la conciencia es nihilista, la conciencia es el origen, la fuente del nihilismo. El hombre, a diferencia de los animales, sabe que va a morir– justo por ello siempre se ha considerado superior a los animales. ¡Cuánta simpleza, cuánta  chabacanería hay en esa supuesta superioridad! Hasta ahora siempre se ha considerado al hombre superior a las bestias, superior a todo lo que no tiene conciencia (Pascal consideraba que el hombre es superior al rayo, porque tiene conciencia de su muerte), pero ha llegado la hora, ha llegado el momento de poner las cosas de arriba abajo, de enderezarlas, pues han estado boca abajo. El hombre es el único animal que odia haber nacido, que odia su propia vida, a causa de la conciencia. Esto, a mis ojos –con perdón–, lo hace infinitamente inferior a todas las bestias, pues la fuente inagotable de ese resentimiento contra la vida es la conciencia. El hombre es el único animal que reniega de su vida, el único que calumnia a este mundo–: he aquí su supuesta superioridad


Para entender el nihilismo, cómo surge, debemos, en primera instancia, entender qué es la conciencia, cuál es la génesis de la conciencia. Antes de que la conciencia aparezca, el hombre está en el Paraíso terrenal, en el Jardín de las Delicias. Sin embargo, súbitamente, el hombre empieza a intuir lo que es la muerte, empieza a vislumbrar que su vida tiene un fin. Paulatinamente, esta intuición –que ocurre en los últimos años de la infancia–, se va convirtiendo en una certeza. El hombre sabe que es polvo y que en polvo se convertirá. De acuerdo con la Torá es Dios mismo el que le advierte al hombre que morirá, aun cuando, a mi modo de ver las cosas, fue la serpiente la que le susurra esa admonición al hombre, es la serpiente la que ocasiona que el hombre tenga conciencia de la muerte. ¡Cómo! ¿La conciencia es un invento diabólico? ¿No se perdió el Paraíso por la conciencia? ¿No surge la moral de la conciencia? ¡Podemos afirmar que la conciencia es producto del Enemigo!

En efecto, la conciencia es la pérdida del Paraíso, la conciencia es la que engendra el repudio de esta vida, la vida pierde valor por culpa de la conciencia, por culpa de la angustia de la muerte. Es la conciencia la que, al saberse que es mortal, engendra la moral, la cual es producto del miedo a la muerte, pues la moral repudia todo lo malvado, todo lo terrible de la existencia, todo lo que le hace daño, todo lo que mata. El hombre moraliza, el hombre separa el Bien del Mal, a causa de su temor al trance funesto. ¡Y los sacerdotes nos han enseñado que “dios” es moralista! ¡Pero la moral es miedo al abismo eterno!.. ¡Por San Aristófanes! ¡Los cristianos creen en un “dios” que le tiene miedo a la muerte!

El hombre sabe que va a morir, que se convertirá en polvo, por ende el mundo se transforma, ya no es un jardín del Edén, sino que por el contrario, para el hombre concienzudo, para el hombre que sabe que va a morir, el mundo se transfigura en un “valle de lágrimas” que no vale nada, al que debemos renunciar: de tal guisa surge la hostilidad hacia la vida. No hay duda: la conciencia engendra ese odio hacia la propia vida, ese repudio nauseabundo, enfermizo, depravado, contra el hecho de haber nacido. Séneca afirmaba que ningún hombre consciente querría nacer, pero yo pregunto, por vida mía: ¿cómo querría nacer quien ya odiase haber nacido, por culpa de la conciencia? ¿Cómo querría nacer un hombre concienzudo, habida cuenta de que la conciencia es el repudio de esta vida?

Para amar a la vida, para desear la vida, para bendecir el día en que se nace, hace falta una fortaleza de espíritu, hace falta ser un abismo de alegría, hace falta ser una mar profunda de jovialidad para no contaminarse con esa sucia corriente –llamada conciencia–, que es la maldición sobre la vida, que es el perverso y disangélico decirle no a la vida. Hace falta ser una fuente de felicidad que se desborda a fin de amar a la vida. En definitiva, para decirle sí a la vida sería menester ser–: un superhombre...