domingo, 27 de diciembre de 2015

¿DE DÓNDE SURGE EL NIHILISMO?

Ya hemos dicho qué es el nihilismo: es la hostilidad hacia la propia vida. Ahora hace falta decir de dónde surge este odio contra la vida. En la Historia de la Filosofía se echan en falta los indagadores, los exploradores que zarpen hacia mares inexplorados, hacia tierras inhóspitas; en la Historia de la Filosofía han faltado los cazadores osados, incluso temerarios, se ha echado en falta la imaginación sutil pero valiente, la búsqueda despreocupada y jovial, se ha echado en falta la búsqueda de lo peligroso. ¿Cuál ha sido hasta ahora el mayor peligro que ha habido en la Historia de la Filosofía? Lo dionisíaco ¿Cuál ha sido el mayor bastión para defenderse de ese peligro? La conciencia. La conciencia cartesiana. ¿Cómo se ha convertido la conciencia en el más grande bastión contra lo dionisíaco? La conciencia se ha transformado en un tirano. La conciencia se ha convertido en juez y parte de sí misma, la conciencia se ha arrogado el ser juez de sí misma para exonerarse, para entronizarse. La conciencia es un eufemismo, pues se dice que la conciencia es el autoconocimiento de uno mismo, pero la conciencia no sabe nada de sí misma. La conciencia no sabe qué es ella misma, no sabe dónde está, no sabe qué abarca, no sabe cuándo ni de dónde ni el porqué ha surgido. La conciencia no sabe nada de sí misma, la conciencia no ha querido indagar con valentía qué es ella misma, no ha querido escudriñar qué hay dentro de ella. La conciencia se ha arrogado el privilegio de ser la medida de todas las cosas. Sobre la conciencia se han dicho las “verdades” más cómodas, las “verdades” más agradables, los lugares comunes que son del agrado de todos; sobre la conciencia se han dicho “verdades” somníferas, demagógicas, fraudulentas, a fin de que todos puedan dormir plácidamente (incluido el tendero de Kant).


Ha hecho falta mucha suspicacia para percibir lo problemático que hay en la conciencia, ha faltado la dureza, el rigor consigo mismo, la mirada alta, implacable y dura de un águila. La conciencia no se ha juzgado a sí misma fríamente, severamente; ha faltado que la conciencia se convirtiese en médico de sí misma, examinando sus síntomas... Hasta ahora se ha dicho que la conciencia es el autoconocimiento. Que la conciencia es el saber, el discernir, el discurrir sobre la existencia propia, que la conciencia es la certeza de la propia existencia, el saberse distinto al no-yo, al mundo que nos rodea. También se ha dicho que la conciencia es la voz de “dios” dentro del hombre… Nada ha mentido tanto sobre sí misma que la conciencia. Hasta ahora, los filósofos han esparcido sobre la conciencia una candorosa creencia en su eficacia, en su poder indagatorio, “científico”, en su espuria superioridad sobre los animales...  Pero ya es tiempo de decir la verdad sobre la conciencia–: en principio de cuentas, hay que decir que la conciencia es solamente conciencia de la muerte. La conciencia es saber que voy a morir, la conciencia es saber que soy polvo y en polvo me convertiré (¿así nos habla la voz de “dios”?); la conciencia es la pérdida del Paraíso...

No hacía falta salir del jardín del Edén, no hacía falta que el ángel guardase ese jardín después de que el hombre tuviera conciencia de su muerte; sólo basta que el hombre sepa que va a morir, sólo basta que el hombre tenga el único conocimiento veraz sobre sí mismo, a saber–:  que es mortal; sólo bastaba, para Adán y Eva, saber que eran polvo y en polvo se convertirían, para que el Paraíso se trocase en un infierno... ¿Se ha entendido el Génesis? ¿Se ha querido entender que la conciencia es el llamado “pecado original”? ¿Se ha querido entender que la conciencia es el alejamiento absoluto del Creador de la Vida?

No, no se ha querido entender qué es la conciencia, no se ha querido entender que la conciencia no es el autoconocimiento, la premisa délfica de la que tanto se ha dogmatizado, pero que tan poco se ha filosofado sobre ella... No, no se ha querido ver qué se genera en el hombre cuando surge dentro de él, sin saber cómo, sin saber por qué, esa certeza de que vamos a morir, es decir, cuando surge en él la conciencia. Sólo Zaratustra nos ha enseñado qué brota de la conciencia, qué es lo que genera esa conciencia, qué incuba el yo cuando sabe que es polvo y en polvo se convertirá; es este uno de los conceptos cruciales para entender a mi Zaratustra: el saber que voy a morir, la conciencia, es lo que engendra el odio –hacia la vida misma...

Saber que hubo antes de mí una “nada” eterna, y que habrá después de mi muerte otra “nada” eterna, saber que el yo es un rayo de “luz”, un chispazo en medio de dos oscuridades eternas: esto es la conciencia. Tener la certeza de que mi existencia tendrá su fin, que soy mortal, este es el concepto mismo de la conciencia: la conciencia es conciencia de la muerte, y nada más...

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